Me paro, o lo intento, pero me detiene ver el pelo.
Otro pelo.
Absorto, solo apelo a mis recuerdos, casi negros. Años negros. Solo son ellos,
pero no están en mi memoria, sino que los apilo en el frasco, cerca de
mi sillón. Cerca.
Pararme. Falta poco. Falta tanto.
Y lo logro, y ahí voy. Y solo un paso, un pasito, y ahí está
el frasco. Primero lo acaricio, con mis manos. Siento las rajaduras como arrugas
en todo su vidrio.
No importa, allí está. Allí. Está. Lo tomo. Tomo el pelo. Lo
dejo. Allí. Junto a los demás.
Y cierro el frasco, lleno de negro. Y tanto ha costado
pararme, que siento el sudor rebalsar por toda mi cabeza. O eso creo. Es lo que
me lleva a pasar mi mano por allí. Pero está completamente muda.
Ya no hay nada allí.
No aguanto, y abro el frasco y ahora solo basta con colocar
uno por uno, sin importar dónde, sólo deben quedarse ahí, desparramados. Y al
instante el frasco vacío. Y me repito.
No volverá a pasar.
Pero ahora, comienza a hablar el frasco, grita, gritan las
rajaduras. Y de un destello, se parte en mil pedazos.