jueves, 10 de octubre de 2013

Frutas Secas

No había viento ni pan ni papel alrededor. No había soplo contenido ni veraniegas pisadas en sábanas caladas. Ni pantuflas ni almohadas ni camisones. Había puro y rico sueño. Y un aura verde agua dorada se aproximó bailando contoneando susurrando sobre las pieles, carnes estremecidas en punta de gallina y pelos felices. Todos la sintieron bajar y meterse por entre las piernas ronroneando calurosamente. Todos se sonrieron con la tibieza en las rodillas y las palmas cristalizadas. Había colores recónditos en las yemas de los dedos. Había sonidos inusitados.
Tal cual se  d e s p r e n d i e r o n  las pieles secas de víboras mudando y con la quijada hundida  q u e b r á r o n s e  los brotes de cerezo,  e s c a s e a r o n  los perdidos mechones y pelusitas, las chauchas y crujidos se  r e p l i c a r o n  en la dulce oscuridad y la noche abierta como nuez resquebrajada dio bienvenida a las semillas y carozos de infancias.
Ay, dolió un poco porque nadie lo esperaba, como un pinchacito tierno e inocuo, una mordedura viva y coleante pero nimia e ingenua; Si la sorpresa quiere a veces ser traviesa o quizás aplastarse debajo de la cama o de las hamacas entre entristecida y atemorizada, y si no volvemos a este patio luego de la primavera, es porque ya queremos crecer o preferimos creer en nada.

Las Niñas

     Con todo el amor del mundo, con dolor, pero con deleite, las degolló, una por una. Fue una labor en seco. La luz brillaba sobre las cabezas muertas simulando un Sol eléctrico y amarillo. Pobres. Niñas. Ni un sonido más que la columna vertebral quebrándose, dándole paso al filo.
     Una vez pasada la tristeza inicial, el regocijo brilló en su cara con una sonrisa hambrienta. Tomó las cabezas aún con color desde el cuello, las dio vuelta y las ensartó, colgando cuidadosamente una a una en la más oscura catacumba. Una mazmorra negra, ligeramente húmeda, donde corría el viento más helado que alguna vez haya soplado desde las gargantas del cielo. Antes de cerrar las puertas, -"Voy a verlas a diario" -se prometió.
     Los cadáveres, minuto a minuto, comenzaron a perder su intenso color habitual, y tornaron a un marrón opaco y apagado, a veces rojizo. Cada vez que las visitaba, se frotaba las manos impaciente. Cada vez estaban más listas, hasta que un día...
     Con la misma hoja con que las había asesinado, rebanó un trozo de rostro y lo hizo mil pedazos. Lo olió, lo frotó entre sus dedos y se los metió en la boca para degustar su espera. No logró contener su alegría. Su crimen había valido la pena, era exactamente como venía deseando que fuese. Era hora. Tomó el picadillo de lo que alguna vez fue una de sus niñas, lenta y parsimoniosamente lo hizo arder, y sonrió.