Y ahí estaba él, en la esquina,
entre todos los peatones que iban de un lado a otro en su apuro de
vivir. Se encontraba sentado, sus rodillas estaban plegadas contra su
pecho, su corazón sobresalía a través de su camiseta, al igual que
sus costillas.
Finalmente se rindió, desde su
aspecto hasta el más íntimo de sus pensamientos lo apartaban de
aquellos seres ciegos de felicidad. Se adentro en el único lugar en
el que parecía ser aceptado... en sí mismo. Alzó sus manos hacia
su rostro y cubrió sus ojos. Y aunque lo que podían apreciar sus
pupilas se redujo a oscuridad, una proyección de recuerdos se
reprodujo en su mente.
Porque en sus manos pudo sentir las
heridas que el tiempo había cerrado pero no había logrado olvidar,
el temblor de sus dedos a causa de un temor que buscaba ocultar, la
aspereza y rugosidad provocada por el trabajo a pesar de su temprana
edad. Esas manos que habían sostenido cada una de las estrellas, las
habían palpado y devuelto a su lugar sin entusiasmo alguno. Sueños
sin techo y sin ilusión.
Testigos
del robo de una vida, ambas manos se deslizaron, él ya no sentía
dolor, ya no tocaba el suelo, solo presenciaba desde arriba a
un cuerpo sin vida. Así se fue elevando con cada suspiro, regresando
a donde realmente pertenecía.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario